Friday, February 9, 2018

Ermis Cruz: "Tengo cuatro semáforos"


Recorte de La Prensa Gráfica, 10 de febrero de 1999. Cortesía de Fernando Umaña

Semaforear: dícese de un nuevo verbo que te enseña a conjugar Ermis, en una ciudad que, si te descuidás, te hace suyo: el Distrito Federal.


Ciudad de México. Apenas se besan. Cuerda y diábolo, vertiginosos, hacen el amor.
Ermis se ha despojado de las carcajadas. Al levantarse de la mesa se convierte en un maestro del malabar.
Uno que otro transeúnte y los otros comensales de este modesto y culinario rincón mira de reojo los sincronizados movimientos de esta escuálida silueta que viste camisa blanca, pantalón oscuro y tirantes que desafía miles de fuerzas a la vez. Gravedad. Fricción. Autoexilio.
Cada alzamiento de brazos, por mínimo que sea, exige velocidad. Un gesto de dolor le advierte que es mejor detenerse. Comprendo. Hace unos cuantos días, trabajando, se jodió un hombro.
En tres meses, el diábolo y los malabares le han permitido sobrevivir en la monstruosa marea de esta ciudad.
"Tengo cuatro semáforos", me cuenta, mientras tomamos algo que aplaque la sed antes de perdernos en el laberíntico Centro Histórico. Churubusco y División del Norte; Félix Cuevas y Universidad; Félix Cuevas e Insurgentes; Barranca del Muerto y Revolución.
Allí, cada tarde, este joven teatrista, malabarista y músico salvadoreño hace de las suyas para ganarse el sustento. Unos cien pesos, o 10 dólares, en cada hora pico, los suficientes para comer, viajar en el metro (renta una habitación en Copilco), escaparse a ver museos y lo más importante: ahorrar para poder pagar la escuela.
Pero no la secundaria, ni la universidad: la Escuela Nacional de Arte Teatral de Centro Nacional de las Artes donde quiere, a costa de dolores y sueños, obtener su título de licenciado en actuación.
Cerrado quedó el capítulo de la duda. Y de los temores por abandonar una patria donde las opciones están casi agotadas.

Con su permiso, don Diego
¿Cómo encontrar a un salvadoreño, hermano en la sangre de las artes, en la metrópoli más grande de América Latina?
¡Oh¡ omnipotente casualidad ¿Vos sos Ermis Cruz, verdad? "Sí". ¿Hacés teatro, verdad? "Sí..." ¿De El Salvador, verdad? "¡¿Y vos quién sos?!"
No fueron demasiadas preguntas. Encendieron las luces. Sentados uno junto a la otra, nos reconocemos. Preside nuestro encuentro don Diego Rivera, a los nueve años, tomado de la mano de la Calavera Catrina. Con su permiso doña Frida y don Benito, iremos a vagar.
Nos contamos la vida a cuentagotas y cuadras, ambos legos en la nomenclatura de esta ciudad.
"Estoy chambeando en las calles y plazas públicas... tratando de acostumbrarme al pinche chile", dice, y nos reímos a hurtadillas de los meseros en uno de esos cafés ubicados cerca del Zócalo.
Y por ahorita nada más. De eso hace dos meses, cuando esperaba ansioso el 11 de agosto que, además de darle su 28º. cumpleaños años, le abriría las puertas del primer semestre académico. "Me cagué de la risa cuando me enteré", se carcajeó.
Hacía unos cuantos días que estaba sumido en la "capiazón", debido a la demanda para optar por una de las 27 plazas que la escuela había sometido a concurso. Entre los 350 aspirantes, allí estaba Ermis, el soñador.
"Aquí hay demanda académica", cuenta, al tiempo que enumera los requisitos que tuvo que sortear: lograr una solicitud para hacer el examen; y luego, el desafío de una prueba que requiere los conocimientos de un bachiller humanista.
En primer lugar, la Escuela mide las capacidades y potencialidades tanto expresivas como corporales. Luego, la ortopedia, la fonética (la voz cantada y la voz actuada). ¿Alguna trampa? Ni creas, compañero, no lo voy a decir...
Eso sí, asegura que le sirvió de mucho la confianza que tiene en él mismo y el inconsciente colectivo de su generación, joven y empírica.
Ermis confía mucho en él mismo y también en los teatristas de su generación y en los de futuras generaciones. "No muy lejos de El Salvador hay lugares donde hay oportunidades", aconseja.
Sólo tiene la nostalgia por las presentaciones de "El arbolito mágico", montada con René Lovo, y se come las uñas de curiosidad por saber quién está haciendo de ciego -el compañero de la tullida- de Tiempos Nuevos Teatro (TNT), en Chalatenango.

Perdidos y encontrados
Vamos y venimos por esas calles y avenidas del "de-efe", y correteamos muy a la salvadoreña, esquivando taxis-escarabajos por los siete carriles. Porque sí es posible hacerlo. Sudando y con lluvia enredada en los cabellos, buscamos una banca frente a la Catedral. Primero se resiste a las fotos… después agarra confianza. Que se vea el campanario, que es lo que más le gusta.
De noche, los Enanos del Tapanco, los tacos que no pueden faltar y la espectacular maratón detrás del último metro. ¿Es que nadie vuelve a ver hacia atrás?

Al día siguiente, ocurrió el espejismo en el atrio del Palacio de Bellas Artes. Luego nos horrorizamos juntos con las aberrantes formas de tortura inventadas al miserable servicio de la Iglesia Católica. 


"Uy, esto me recuerda a Luz Negra", recuerda Goter, digo Ermis, al contemplar la guillotina y su verdugo, en el patio central del Palacio de Minería, donde fue instalada la escalofriante exposición.
Ya nos queda el tiempo justo para almorzar. Ninguno de los dos maneja el arte de la tortilla y el mole verde como mi amigo Carlos, el corso. Le entramos, pero con cautela.
Ermis agarra su mochila y se despide. Es hora de semaforear. Sí, le encanta, aunque no tanto, desde que tiene que hacerlo todos los días. Espera dejarlo, o alternarlo, en la medida que la escuela le permita meterse al mundo del teatro y mantenerse de él. No se queja y, al contrario, dice que le ha ido muy bien.
Pero le gustaría estar en una batucada. Porque hay que moverse, viajar, aventurarse... hacer algo para no aburrirse, ¿verdad?

Tiene cara de payaso

El director de teatro Fernando Umaña le tiene mucha estima a Ermis. No es para menos, ya que estuvieron juntos en esos preciados años a mediados de la década pasada, cuando trabajaron en el montaje de "Luz Negra", del dramaturgo salvadoreño ya fallecido Álvaro Menen Desleal.
"Lo que me impresionó de él fue su cara. Tiene cara de payaso, por naturaleza. Es larga, tiene los labios gruesos, sus rasgos son muy expresivos", describe Fernando, como si lo tuviera enfrente.
Recuerda que en ese entonces Ermis no tenía mayor formación actoral, aunque sí una "mezcolanza" de experiencias, como la tienen -a su juicio- la mayoría de actores en este país. "La obra (Luz Negra) no es un texto fácil, mucho menos la puesta en escena que hice, porque complicó a los actores", apunta.
En el caso de Ermis, el director lo resume así: para lo difícil del personaje (Goter) lo resolvió con bastante dignidad.
Una de las temporadas más recientes de Luz Negra fue durante el VII Festival Centroamericano de Teatro.

Desnudos interiores
Fernando considera que Ermis, aun en el exilio, es uno de los valores más importantes del teatro joven salvadoreño. Admira la capacidad que tiene de entretener con cualquier juego, palabras, objetos o contando historias. Quiso destacar una de sus virtudes, pero citó tres: constancia, necedad y perseverancia. Todos ingredientes fundamentales del histrión que todo actor debe llevar dentro. "Aunque le cuesta, trabaja mucho", resumió.
Sólo le encuentra un problema: para sobrevivir ha hecho muchos oficios… y esa experiencia le impide desnudarse interiormente.
Ermis "debe aprender a provocar emociones más sentidas (…) Debe encontrar un puente entre la vivencia personal y la creación del personaje". La vida interior es lo que sostiene a un actor en escena, lo demás es circo, sentencia.

Los del paraíso perdido
Fernando hace una pausa y toma el último sorbo de café, viendo por la ventana de La Ventana… hacia la calle.
Felicita a Ermis por haberse ido a probar suerte, en la vida y el estudio, en México. "Me parece bien que se haya ido. Tenía razón, ya había hecho casi todos los talleres… en su caso no le queda de otra", reflexiona.
El maestro ubica al semaforista del Distrito Federal en la generación de teatristas a la que él llama "del paraíso perdido": Enrique Valencia, Víctor Candray, Dinora Alfaro, César Pineda, Jennifer Valiente, Omar Renderos y los alumnos de la escuela del Centro Nacional de Artes (CENAR). Ellos y ellas, a quienes les han contado que hubo una vez un paraíso donde se hizo buen teatro. Ellos y ellas, quienes están a punto de verse la cara. Ellos y ellas, quienes sólo la práctica puede llevarles a ser actores, ya que no tienen otra alternativa, reflexiona Umaña.

(*) Artículo publicado originalmente en www.elfaro.net. Disponible en la versión de archivo en: https://web.archive.org/web/20031009022018/http://www.elfaro.net/secciones/el_agora/20031006/elagora1_20031006.asp