Recorte de La Prensa Gráfica, 10 de febrero de 1999. Cortesía de Fernando Umaña |
Ciudad de México. Apenas se besan. Cuerda y
diábolo, vertiginosos, hacen el amor.
Ermis se ha despojado de las carcajadas. Al
levantarse de la mesa se convierte en un maestro del malabar.
Uno que
otro transeúnte y los otros comensales de este modesto y culinario rincón mira
de reojo los sincronizados movimientos de esta escuálida silueta que viste
camisa blanca, pantalón oscuro y tirantes que desafía miles de fuerzas a la
vez. Gravedad. Fricción. Autoexilio.
Cada
alzamiento de brazos, por mínimo que sea, exige velocidad. Un gesto de dolor le
advierte que es mejor detenerse. Comprendo. Hace unos cuantos días, trabajando,
se jodió un hombro.
En tres
meses, el diábolo y los malabares le han permitido sobrevivir en la monstruosa
marea de esta ciudad.
"Tengo
cuatro semáforos", me cuenta, mientras tomamos algo que aplaque la sed
antes de perdernos en el laberíntico Centro Histórico. Churubusco y División
del Norte; Félix Cuevas y Universidad; Félix Cuevas e Insurgentes; Barranca del
Muerto y Revolución.
Allí,
cada tarde, este joven teatrista, malabarista y músico salvadoreño hace de las
suyas para ganarse el sustento. Unos cien pesos, o 10 dólares, en cada hora
pico, los suficientes para comer, viajar en el metro (renta una habitación en
Copilco), escaparse a ver museos y lo más importante: ahorrar para poder pagar
la escuela.
Pero no
la secundaria, ni la universidad: la Escuela Nacional de Arte Teatral de Centro
Nacional de las Artes donde quiere, a costa de dolores y sueños, obtener su
título de licenciado en actuación.
Cerrado
quedó el capítulo de la duda. Y de los temores por abandonar una patria donde
las opciones están casi agotadas.
Con
su permiso, don Diego
¿Cómo
encontrar a un salvadoreño, hermano en la sangre de las artes, en la metrópoli
más grande de América Latina?
¡Oh¡
omnipotente casualidad ¿Vos sos Ermis Cruz, verdad? "Sí". ¿Hacés
teatro, verdad? "Sí..." ¿De El Salvador, verdad? "¡¿Y vos quién
sos?!"
No
fueron demasiadas preguntas. Encendieron las luces. Sentados uno junto a la
otra, nos reconocemos. Preside nuestro encuentro don Diego Rivera, a los nueve
años, tomado de la mano de la Calavera Catrina. Con su permiso doña Frida y don
Benito, iremos a vagar.
Nos
contamos la vida a cuentagotas y cuadras, ambos legos en la nomenclatura de
esta ciudad.
"Estoy
chambeando en las calles y plazas públicas... tratando de acostumbrarme al
pinche chile", dice, y nos reímos a hurtadillas de los meseros en uno de
esos cafés ubicados cerca del Zócalo.
Y por
ahorita nada más. De eso hace dos meses, cuando esperaba ansioso el 11 de
agosto que, además de darle su 28º. cumpleaños años, le abriría las puertas del
primer semestre académico. "Me cagué de la risa cuando me enteré", se
carcajeó.
Hacía
unos cuantos días que estaba sumido en la "capiazón", debido a la
demanda para optar por una de las 27 plazas que la escuela había sometido a
concurso. Entre los 350 aspirantes, allí estaba Ermis, el soñador.
"Aquí
hay demanda académica", cuenta, al tiempo que enumera los requisitos que
tuvo que sortear: lograr una solicitud para hacer el examen; y luego, el
desafío de una prueba que requiere los conocimientos de un bachiller humanista.
En
primer lugar, la Escuela mide las capacidades y potencialidades tanto expresivas
como corporales. Luego, la ortopedia, la fonética (la voz cantada y la voz
actuada). ¿Alguna trampa? Ni creas, compañero, no lo voy a decir...
Eso sí,
asegura que le sirvió de mucho la confianza que tiene en él mismo y el
inconsciente colectivo de su generación, joven y empírica.
Ermis
confía mucho en él mismo y también en los teatristas de su generación y en los
de futuras generaciones. "No muy lejos de El Salvador hay lugares donde
hay oportunidades", aconseja.
Sólo
tiene la nostalgia por las presentaciones de "El arbolito mágico",
montada con René Lovo, y se come las uñas de curiosidad por saber quién está
haciendo de ciego -el compañero de la tullida- de Tiempos Nuevos Teatro (TNT),
en Chalatenango.
Perdidos
y encontrados
Vamos y
venimos por esas calles y avenidas del "de-efe", y correteamos muy a
la salvadoreña, esquivando taxis-escarabajos por los siete carriles. Porque sí
es posible hacerlo. Sudando y con lluvia enredada en los cabellos, buscamos una
banca frente a la Catedral. Primero se resiste a las fotos… después agarra
confianza. Que se vea el campanario, que es lo que más le gusta.
De
noche, los Enanos del Tapanco, los tacos que no pueden faltar y la espectacular
maratón detrás del último metro. ¿Es que nadie vuelve a ver hacia atrás?
Al día
siguiente, ocurrió el espejismo en el atrio del Palacio de Bellas Artes. Luego
nos horrorizamos juntos con las aberrantes formas de tortura inventadas al
miserable servicio de la Iglesia Católica.
"Uy, esto me recuerda a Luz Negra", recuerda Goter, digo Ermis, al contemplar la guillotina y su verdugo, en el patio central del Palacio de Minería, donde fue instalada la escalofriante exposición.
"Uy, esto me recuerda a Luz Negra", recuerda Goter, digo Ermis, al contemplar la guillotina y su verdugo, en el patio central del Palacio de Minería, donde fue instalada la escalofriante exposición.
Ya nos
queda el tiempo justo para almorzar. Ninguno de los dos maneja el arte de la
tortilla y el mole verde como mi amigo Carlos, el corso. Le entramos, pero con
cautela.
Ermis
agarra su mochila y se despide. Es hora de semaforear. Sí, le encanta, aunque
no tanto, desde que tiene que hacerlo todos los días. Espera dejarlo, o
alternarlo, en la medida que la escuela le permita meterse al mundo del teatro
y mantenerse de él. No se queja y, al contrario, dice que le ha ido muy bien.
Pero le
gustaría estar en una batucada. Porque hay que moverse, viajar, aventurarse...
hacer algo para no aburrirse, ¿verdad?
Tiene
cara de payaso
El
director de teatro Fernando Umaña le tiene mucha estima a Ermis. No es para
menos, ya que estuvieron juntos en esos preciados años a mediados de la década
pasada, cuando trabajaron en el montaje de "Luz Negra", del
dramaturgo salvadoreño ya fallecido Álvaro Menen Desleal.
"Lo
que me impresionó de él fue su cara. Tiene cara de payaso, por naturaleza. Es
larga, tiene los labios gruesos, sus rasgos son muy expresivos", describe
Fernando, como si lo tuviera enfrente.
Recuerda
que en ese entonces Ermis no tenía mayor formación actoral, aunque sí una
"mezcolanza" de experiencias, como la tienen -a su juicio- la mayoría
de actores en este país. "La obra (Luz Negra) no es un texto fácil, mucho
menos la puesta en escena que hice, porque complicó a los actores", apunta.
En el
caso de Ermis, el director lo resume así: para lo difícil del personaje (Goter)
lo resolvió con bastante dignidad.
Una de
las temporadas más recientes de Luz Negra fue durante el VII Festival
Centroamericano de Teatro.
Desnudos
interiores
Fernando
considera que Ermis, aun en el exilio, es uno de los valores más importantes
del teatro joven salvadoreño. Admira la capacidad que tiene de entretener con
cualquier juego, palabras, objetos o contando historias. Quiso destacar una de
sus virtudes, pero citó tres: constancia, necedad y perseverancia. Todos
ingredientes fundamentales del histrión que todo actor debe llevar dentro.
"Aunque le cuesta, trabaja mucho", resumió.
Sólo le
encuentra un problema: para sobrevivir ha hecho muchos oficios… y esa
experiencia le impide desnudarse interiormente.
Ermis
"debe aprender a provocar emociones más sentidas (…) Debe encontrar un
puente entre la vivencia personal y la creación del personaje". La vida
interior es lo que sostiene a un actor en escena, lo demás es circo, sentencia.
Los
del paraíso perdido
Fernando
hace una pausa y toma el último sorbo de café, viendo por la ventana de La
Ventana… hacia la calle.
Felicita
a Ermis por haberse ido a probar suerte, en la vida y el estudio, en México.
"Me parece bien que se haya ido. Tenía razón, ya había hecho casi todos
los talleres… en su caso no le queda de otra", reflexiona.
El
maestro ubica al semaforista del Distrito Federal en la generación de
teatristas a la que él llama "del paraíso perdido": Enrique Valencia,
Víctor Candray, Dinora Alfaro, César Pineda, Jennifer Valiente, Omar Renderos y
los alumnos de la escuela del Centro Nacional de Artes (CENAR). Ellos y ellas,
a quienes les han contado que hubo una vez un paraíso donde se hizo buen
teatro. Ellos y ellas, quienes están a punto de verse la cara. Ellos y ellas,
quienes sólo la práctica puede llevarles a ser actores, ya que no tienen otra
alternativa, reflexiona Umaña.
(*)
Artículo publicado originalmente en www.elfaro.net. Disponible en la versión de
archivo en: https://web.archive.org/web/20031009022018/http://www.elfaro.net/secciones/el_agora/20031006/elagora1_20031006.asp