Monday, December 30, 2013

Volcanes de El Salvador: cuando la tierra eructa

Volcán de San Miguel. Foto: Roque Mocán Quan

Ayer, 29 de diciembre de 2013, hizo erupción el volcán de San Miguel, conocido como Chaparrastique.
Si bien la capacidad técnica del país ha mejorado de forma acelerada en cuanto al monitoreo de los fenómenos naturales, sabemos que es prácticamente imposible predecir el momento en que uno de los 21 volcanes activos despertará.

Y, cada vez que lo hacen, dejan una estela de muerte y destrucción. Mi abuela contaba cómo ella había nacido "en la ruina de Quezaltepeque", es decir, la erupción del volcán de San Salvador, en 1917. La lava corrió en dirección noroeste y su manto negro permanece impasible, bautizado como "El Playón".

Nuesta generación y la de nuestros padres son sobrevivientes, eso sí, de terremotos y tormentas tropicales. Entre los sismos más letales figuran los de 1965, 1986 y los de enero y febrero de 2001. Tormentas con gran poder de destrucción se registran prácticamente cada año pero hay algunas han dejado profundas huellas en la memoria, como el huracán Fifí de 1979, el Mitch de 1998, la tormenta Stan de octubre de 2005, la cual se desarrolló la misma semana de la erupción del volcán de Santa Ana, en el occidente del país. La serie de lluvias más intensa ocurrió en 2011, con el nombre de tormenta tropical 12E.

No deberíamos asombrarnos. La actividad volcánica ha marcado no sólo la geografía de nuestro país sino el mismo desarrollo social desde hace cientos de años. Ahora nos informamos al instante por las redes sociales, las transmisiones en vivo, comentamos, especulamos con los bienes imprescindibles como las mascarillas... con el estallido prehispánico de los volcanes Laguna Caldera o Ilopango nuestros antepasados sólo tuvieron oportunidad de correr... y quizás ni eso.

Los desastres suceden, uno tras otro. Aquí una muestra de las catástrofes que han asolado durante un siglo a la ciudad de San Vicente

Ahora, cada uno de estos eventos nos recuerda que la naturaleza es cíclica y que la ausencia de planificación (ordenamiento) ha hecho y hará del país un territorio vulnerable y por los siglos de los siglos. Ha habido avances importantes, pero la falta de criterio de los políticos cortoplacistas sigue imponiéndose sobre el sentido común: la población sencillamente no debería vivir a las orillas de los ríos o en las laderas volcánicas. Pero ante un crecimiento demográfico desbordado y la ausencia de regulaciones sobre la vulnerabilidad del territorio habitable, no queda más que resignarse.

Esto ya lo han comprendido los habitantes de los caseríos aledaños a los cráteres de los volcanes de El Salvador: hay que resignarse a vivir con el temor en la espalda, porque las tormentas pasan y la vida renace. En ese entonces, la actividad del volcán crecía y las autoridades les adviertieron que debían evacuar. No lo hicieron y en el momento menos pensado, ocurrió.

Después de explorar la vaguada por donde pasaron miles de galones de ácidos volcánicos y lodo hirviendo, buscando una salida desde el cráter, con mi colega fotoperiodista Óscar Machón acompañamos a los residentes de la zona, quienes se habían resistido a evacuar por temor a que sus viviendas fueran saqueadas.

Aquí una crónica con forma de poema, o un poema informativo de lo que sucedió en ese entonces:


III.
María Orbelina camina pesadamente. El trabajo de parto comenzó.
Y cómo no, con el susto. Le faltan 29 días para que nazca su cuarto hijo, pero parece que la hora llegó.
Alguien llegó a sacarla. A ella, a sus hijos, a su suegra, a sus sobrinos, a su tía. Sólo les ayudaron y se fueron.
Es sábado, el primero de octubre, y la abuela queda a cargo de Yamilet, de Cristian y Karina. Todos hijos de la Orbe. De allí en adelante, no les despegará el ojo.
Todo está oscuro. La incertidumbre y el susto pesan en los hombros de familias que se apretujan en los albergues, en San Isidro.
Familias con pánico, familias con niños, familias con viejos. Familias con chivos y gallinas. Los chinearon y empujaron. Rogaron a Dios que el cerro no se les viniera encima.
Todos lo cuentan: así traqueteó la tierra, así vieron la nube que hacía remolinos sobre sus cabezas. Así las piedras incandescentes destruyeron todo: las casas, los árboles, las orquídeas. Destruyeron a dos hombres, y el sufrimiento a dos familias.
Karina sueña con orquídeas y jocotes. Dormita. Su vestidito gris que era blanco. Sus pies que siempre han sido descalzos, mugrientos.
Su hermano tenía las manos frías, como que jugaba con hielo, cuando su abuela lo agarrró para huir.
Porque primero fue el retumbo y, tras él, la erupción.
Dijeron con miedo, a meter las cosas a las bolsas, tres vestidos y unos pañales para los cipotes. Tres costales y una bolsa. La vida en ello.
Que no se duerman, porque vienen las colchonetas. Les han prometido que no dormirán en lo duro.
Pero ya es tarde y en las aulas, yacen las familias, sin más suelo que una manta.
Dionisia es la abuela que envuelve, que vigila, que ruega al cielo para que el volcán se apacigüe. Dionisia no duerme, piensa en la nuera en el hospital, Cristian que se mete las manos sucias a la boca, enYamilet que está descalza, en su hijo que se quedó en el cerro.
Porque hay que cuidar los jocotes, porque en diciembre no habrá corta.
No, por el volcán.
El murmullo de una plegaria, arrinconada entre costales, materializa al Espíritu Santo. Agustín Domínguez lo toca, lo abraza y se aferra.
Hincado, protege a sus hijos.
Las colchonetas llegan con el alba. Y con ella, las ganas de volver.
Llueve y seguirá lloviendo.
Los niños corretearán en los charcos.
Siempre tendrán hambre.
Huirán a las vacunas y se sacarán los piojos.
Me han prometido jocotes para cuando regrese.


Octubre, 2005

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